Barataria


Miguel de Cervantes, en la segunda parte de “Don Quijote de la Mancha”, dejó a sus personajes cerca de Zaragoza, pero no los trajo a la ciudad. Para algunos críticos y estudiosos, de ese viaje interrumpido deriva la condición de “invisibilidad literaria” de Sansueña. Don Quijote demoró varias veces su entrada en la ciudad, en una ocasión porque quería conocer antes las riberas del Ebro; en otra, pernoctó en el palacio de los duques camino de la ciudad, y luego se enteró de que Avellaneda (que en realidad pudo ser un aragonés, Jerónimo de Pasamonte, de Ateca), en su “Quijote apócrifo”, contaba que el héroe venía a Zaragoza; Cervantes, para no legitimar el texto, decidió llevar a Don Quijote a Barcelona y diría: “en todos los días de mi vida no he estado en Zaragoza”. Por su parte, Sancho Panza también se quedó en Alcalá de Ebro y Pedrola, en una de las aventuras más crueles del libro, que tendría lugar en 1614. Nos referimos al episodio de la ínsula Barataria, que se desarrolla en varios capítulos (II, 40, 41, 44, 45, 47, 49, 51 y 53), donde los duques de Villahermosa –a la sazón, Carlos de Borja y María Luisa, primos entre sí- hacen entrega de una isla al escudero Sancho Panza, al cual nombran gobernador, y le someten a diversas y crueles burlas.Curiosamente, Sancho se muestra audaz y juicioso e impone una lección de cordura a aquellos nobles ociosos y desalmados, a los que eligió Cervantes para satirizar a la nobleza española. La lucidez inesperada del acompañante del Caballero de la Triste Figura movía a la perplejidad. “Todos los que conocían a Sancho Panza se admiraban, oyéndole hablar tan elegantemente, y no sabían a qué atribuirlo, sino a que los oficios y cargos graves, o adoban o entorpecen los entendimientos”, narra el novelista.
La ínsula Barataria está enclavada en Alcalá de Ebro. Ya no hay duda. “Sancho amigo, la ínsula que os he prometido no es movible ni fugitiva: raíces tiene tan hondas, echadas en los abismos de la tierra, que no la arrancarán ni mudarán de donde está a tres tirones”, le dice el duque al escudero. El pueblo sobresalía levemente hacia el río y tenía una lengua de tierra que comunicaba la población con una pequeña isla. En los días de tormenta o de riadas, ese istmo era inundado y la isla resultaba perfecta, con sus pájaros, con su vegetación salvaje que se reflejaba, igual que hoy, en las aguas del río Ebro. No se sabe muy bien por qué se fijó Cervantes en Alcalá de Ebro (Luis Astrana Marín sugería que quizá el autor hubiera reparado en las poblaciones que llevasen el nombre de Alcalá, habiendo nacido él en Alcalá de Henares. Conviene recordar de paso que la obra magna de Cervantes iba a terminar en Zaragoza con el fracaso de Don Quijote, vencido por Sansón Carrasco), ni de donde tomó sus datos con tanta precisión, pero lo cierto es que las descripciones de Cervantes en su libro se ajustan tanto al palacio ducal de Pedrola como a la isla.
En el palacio, como recordará el lector, residían los duques. Y en él, en su patio de armas y en su jardín, ocurre la escena del caballo de madera Clavileño, en teoría capaz de realizar movimientos voladores controlados por una clavija. La broma de los duques hacia Sancho consistía en hacerle creer que había volado por los aires. Y además, en el interior del recinto, Sancho Panza dispensaba sensatos juicios a los impostores y cómplices de los nobles aragoneses y a los problemas que urdían los duques, que acabaron enojados y humillados en su propio veneno. “Cuenta la historia que desde el juzgado llevaron a Sancho Panza a un suntuoso palacio, adonde en una gran sala estaba puesta una real y limpísima mesa”, se nos recuerda en el capítulo 47. Pero la precisión de Cervantes fue más allá también en lo que se refería a la isla: escribe de murallas del pueblo que sí existieron y evoca una sima u hoya en la que tropieza Sancho cuando abandona su efímero sueño a lomos de su borrica.
¿Qué queda en Pedrola y en Alcalá del delirio cervantino? En Pedrola sigue el palacio ducal, inmenso, adosado a algunas construcciones, con su escudo de armas, sus innumerables ventanales enrejados, dominando la plaza del pueblo. Y además, una de las vías principales se llama Miguel de Cervantes, que conduce a ese laberinto de callejas angostas y más bien ocres que le dan sabor y pinturería a Pedrola. Aunque no es una ave propiamente cervantina, en la torre de la iglesia se desperezan las cigüeñas. Alcalá de Ebro no ha perdido su estampa romántica. Tras superar el paso a nivel, te sorprenden unos edificios desconchados y sin techo, que antaño fueron fábricas agrícolas. Nos han recordado algunas fotos mexicanas de Juan Rulfo. La ínsula Barataria (que debe su nombre a que ese lugar era Baratario o tal vez al “barato” total que le habían hecho los duques al escudero al concederle la falsa merced) permanece igual que en tiempos de Cervantes, aunque hay un detalle que no pasa inadvertido: un medidor de la altura de la corriente del agua tiene en su cúspide un nido de dos o tres cigüeñas. Si se sigue mirando hacia adentro, hacia la espesura, la ínsula breve sigue montaraz como antaño, las plantas y los árboles crecen a su antojo. La corriente se riza en torbellinos y ondulaciones. En una esquina de la ribera, la escultura de un meditabundo y verde Sancho Panza recuerda que estamos en una región literaria de trayectoria universal. El entorno es bucólico y sugerente: a la derecha de la estatua de Sancho Panza se abre una chopera interminable, plateada y erecta, que invita a extraviarse por ella. Una simple mirada a las torres de la iglesia de la Santísima Trinidad nos recuerda, de nuevo, que aquí se hizo gobernador e inmortal y sabio Sancho Panza, pero que ahora quien domina la situación son las cigüeñas, que se asoman al sucio espejo del Ebro. 

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